Relato publicado en "Museo de las Familias (Madrid, 1862)". (Biblioteca Nacional de España), donde se relata una curiosa escena de danza a la que el escritor, cuyo nombre no aparece en el texto, denomina: "El baile del pañuelo y del yatagan".
LA ALMEA DE BAB-ALY. RECUERDOS DE ÁFRICA.
Almea o Bailarina Egipcia La Ilustración Ibérica Barcelona (8-5-1897) |
Su aspecto trastorna todas las ideas de nivelación y de alineamiento, todas las nociones de geometría y de civilización.
Es un montón de chozas, cabañas, de tiendas de barracas que parecen montarse las unas sobre las otras, y están arrojadas a la ventura como un puñado de trigo en medio de una era.
Las habitaciones siguen todas las desigualdades, todos los accidentes, todos los caprichos del terreno, escalan los malecones o se precipitan sobre las cuestas.
No hay la menor huella de calles, ni de plazas, ni de puntos de reunión o de intersección. No hay medio alguno de orientarse y reconocer el camino. Cree uno encontrar una salida y se cae en un silo. Se espera llegar a un centro y se tropieza con una pared sin puerta. En fin, es un verdadero laberinto en el que los árabes a quienes se pregunta por algunas señas responden estoicamente: no sé.
Este es el teatro donde por mis ojos pasó hace diez años una de las escenas más curiosas e interesantes que he visto en mi vida.
Acababa yo de asistir a una fantasía* que había puesto en juego a todas las tribus de los alrededores.
Recibía yo en casa de un kaid la hospitalidad de su estera, de su chibouls, de su café y de su patio interior, que es el salón de los árabes.
Estaba sentado con los notables de la comarca, altivos, graves, silenciosos a cual más, y envueltos todos en los pliegues de sus albornoces, y dejando brillar sus negras pupilas en medio de una nube de humo, bajo el espesor de sus turbantes moteados de oro y azul.
De repente nos anunció nuestro anfitrión el cántico de un músico y el baile de una almea que había hecho venir para honrar y distraer a sus huéspedes.
El hombre y la mujer entraron en el patio y nos saludaron con el más profundo respeto.
El hombre tenía un soberbio aspecto de calma y de majestad. Llevaba con su desembarazo y soltura real la camisa de lana y el albornoz con pliegues algodonados, los calzones encarnados rodeados de haik blanco y sujetos por una cuerda de pelo de camello.
La mujer era sencillamente uno de los más admirables tipos moriscos que han podido encontrarse. Un rostro ovalado de exquisita pureza con una encarnación dorada y una frescura que hacía pensar en las huríes. Grandes cejas negras en arco prolongado, ojos de gacela encuadrados en un matiz azulado, labios de coral, dientes de marfil, manos y pies de una finura sobrehumana, hombros y piernas de bronce florentino dibujadas con cabezas de serpiente y hojas de palmera.
El hombre cantó las siguientes palabras acompañándose el mismo con la música de un tamboril cónico:
La mujer bailó en seguida el baile del pañuelo y del yatagan. Consiste este en cruzar en el aire en rápidas evoluciones y círculos místicos un brillante puñal y un cinturón con franjas de oro.
La almea estuvo arrebatadora en esta lucha guerrera y voluptuosa, cuyas posturas ofrecían un detalle característico. La bailarina se detenía brúscamente delante de un espectador, plantaba el yatagán a sus pies, como un desafío, y le miraba fíjamente sin pestañear, cruzando sobre el arma las dos manos.
Entretanto cantaba el músico en brillantes metáforas el valor, la nobleza, y sobre todo la generosidad del espectador, hasta que éste deslizaba una moneda de oro o de plata en la gorra de la bayadera. Todos los asistentes recibían a su vez esta invitación, y cada cual correspondía a ella con el entusiasmo exitado por la joven, que había reunido ya una buena cantidad, cuando al fin vino a plantar el puñal delante de mí.
Hasta entonces no había comprendido su alma, sólo había visto su belleza. La dignidad, la coquetería, el padecimiento, la vergüenza y los remordimientos, se pintaban en su frente y en su actitud.
Conociendo que yo leía en el fondo de su corazón, volvió la cabeza y derramó un torrente de lágrimas. Depués con un gesto sublime rechazó mi ofrenda y me alargó una mano que estreché con respeto.
-¡Para Selido vuestro hijo!, le dije acercándome a ella, deslizándo una sortija de valor que llevaba en el dedo.
-¡Alá bendiga al cristiano, que ha adivinado a la pobre madre!, me respondió en árabe.
Y envolviéndose en su haica, desapareció con su marido. En vano busqué su huella durante algunos meses. Al fin un día en los alrededores de Maskara, descubrí una mujer cubierta con un velo llevando de la mano un niño tan gracioso, que permanecí extasiado delante de la una y del otro.
-¡Ya no soy almea!, me dijo la mujer lanzándome por entre su hayk una radiante mirada. He reconquistado el derecho de ocultar mi rostro como todas las mujeres, pero se lo dejaré ver al roumi (cristiano), que ha dado esta sortija a Selido.
Y reconocí mi sortija en el dedo del niño; y separando la madre su velo, me enseñó su rostro más admirable que nunca, porque la felicidad resplandecía al mismo tiempo en él, a la par que la belleza.
Enconces me contó que se había hecho almea dos años para levantar su aduar arruinado, volver a adquirir el rebaño que le habían robado, y cuidar su hijo enfermo.
Mi regalo había sido como la señal de su fortuna, y de tal modo y con tal abundancia habían llovido los duros en su gorra, que al cabo de dos meses ella y su marido ocupaban un nuevo aduar con su hijo reanimado por las brisas de la montaña.
Hecho prisionero por los kabilas, algún tiempo después, conseguí mi libertad por la intervención de un desconocido, y supe que mi salvador era el marido de la antigua almea.
Después lo he vuelto a ver con frecuencia en su mansión agrandada y próspera, con su familia aumentada con una hermanita y un segundo hijo digno del primero.
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*El término fantasía, también conocido como "juego de polvo" o "juegos de caballos", se conoce a partir del año 1832, gracias a los testimonios de viajeros en el Magreb y al pintor francés Eugène Delacroix, que representó el espectáculo tradicional árabe ecuestre en sus pinturas, convirtiéndose en tema favorito de los pintores orientalistas. Éste juego o espectáculo tradicional, dependiendo de la región, se realiza también en camello o a pie.
Es un montón de chozas, cabañas, de tiendas de barracas que parecen montarse las unas sobre las otras, y están arrojadas a la ventura como un puñado de trigo en medio de una era.
Las habitaciones siguen todas las desigualdades, todos los accidentes, todos los caprichos del terreno, escalan los malecones o se precipitan sobre las cuestas.
No hay la menor huella de calles, ni de plazas, ni de puntos de reunión o de intersección. No hay medio alguno de orientarse y reconocer el camino. Cree uno encontrar una salida y se cae en un silo. Se espera llegar a un centro y se tropieza con una pared sin puerta. En fin, es un verdadero laberinto en el que los árabes a quienes se pregunta por algunas señas responden estoicamente: no sé.
Este es el teatro donde por mis ojos pasó hace diez años una de las escenas más curiosas e interesantes que he visto en mi vida.
Acababa yo de asistir a una fantasía* que había puesto en juego a todas las tribus de los alrededores.
Recibía yo en casa de un kaid la hospitalidad de su estera, de su chibouls, de su café y de su patio interior, que es el salón de los árabes.
Estaba sentado con los notables de la comarca, altivos, graves, silenciosos a cual más, y envueltos todos en los pliegues de sus albornoces, y dejando brillar sus negras pupilas en medio de una nube de humo, bajo el espesor de sus turbantes moteados de oro y azul.
De repente nos anunció nuestro anfitrión el cántico de un músico y el baile de una almea que había hecho venir para honrar y distraer a sus huéspedes.
El hombre y la mujer entraron en el patio y nos saludaron con el más profundo respeto.
El hombre tenía un soberbio aspecto de calma y de majestad. Llevaba con su desembarazo y soltura real la camisa de lana y el albornoz con pliegues algodonados, los calzones encarnados rodeados de haik blanco y sujetos por una cuerda de pelo de camello.
La mujer era sencillamente uno de los más admirables tipos moriscos que han podido encontrarse. Un rostro ovalado de exquisita pureza con una encarnación dorada y una frescura que hacía pensar en las huríes. Grandes cejas negras en arco prolongado, ojos de gacela encuadrados en un matiz azulado, labios de coral, dientes de marfil, manos y pies de una finura sobrehumana, hombros y piernas de bronce florentino dibujadas con cabezas de serpiente y hojas de palmera.
El hombre cantó las siguientes palabras acompañándose el mismo con la música de un tamboril cónico:
"Hija mía, amo a tus ojos a través de tu hayk, radiantes estrellas que el cielo me envía. Amo tu purpurina boca, abierta cual granada madura al sol. Amo tus blancos dientes que Alá, el gran pescador, ha sacado de las más finas perlas de la mar. Toma todos estos boudjoucks, que he ganado y dáselos a tu madre para comprarte velos de lino, perfumes y alhajas. Tu adorno, cual tu belleza, forma el orgullo y el encanto de tu padre. Quiero pintar de henna las uñas de tus pequeños dedos, y de tus sonrosados pies.Este cántico notable no es una ficción. Ha sido recogido en Africa. Jamás había oído semejante cántico de amor paternal: y mi emoción fue tanto más viva, cuando a través del cantor, conocí al padre en el músico.
Yo te construiré una mansión cerrada al sol abrasador. La embelleceré para recibirte en ella. Allí estarán tus compañeras las flores, astros de la tierra. Negras te llevarán al baño perfumado, y te traerán más blanca y más radiante para que amorosamente te abracen tu padre y tu madre.
Si los dijinns te atormentan, el derbouka, y el baile los ahuyentarán. Si el viento del desierto abrasa la llanura, yo te llevaré sobre un palanqui a respirar la brisa de la montaña.
¿Y cómo recompensarás al que te ha dado la vida y te cuidará cual un esclavo sometido a tus caprichos? Levantando hacia mi tus negros ojos e iluminando mi corazón con tu sonrisa."
La mujer bailó en seguida el baile del pañuelo y del yatagan. Consiste este en cruzar en el aire en rápidas evoluciones y círculos místicos un brillante puñal y un cinturón con franjas de oro.
La almea estuvo arrebatadora en esta lucha guerrera y voluptuosa, cuyas posturas ofrecían un detalle característico. La bailarina se detenía brúscamente delante de un espectador, plantaba el yatagán a sus pies, como un desafío, y le miraba fíjamente sin pestañear, cruzando sobre el arma las dos manos.
Entretanto cantaba el músico en brillantes metáforas el valor, la nobleza, y sobre todo la generosidad del espectador, hasta que éste deslizaba una moneda de oro o de plata en la gorra de la bayadera. Todos los asistentes recibían a su vez esta invitación, y cada cual correspondía a ella con el entusiasmo exitado por la joven, que había reunido ya una buena cantidad, cuando al fin vino a plantar el puñal delante de mí.
Hasta entonces no había comprendido su alma, sólo había visto su belleza. La dignidad, la coquetería, el padecimiento, la vergüenza y los remordimientos, se pintaban en su frente y en su actitud.
Conociendo que yo leía en el fondo de su corazón, volvió la cabeza y derramó un torrente de lágrimas. Depués con un gesto sublime rechazó mi ofrenda y me alargó una mano que estreché con respeto.
-¡Para Selido vuestro hijo!, le dije acercándome a ella, deslizándo una sortija de valor que llevaba en el dedo.
-¡Alá bendiga al cristiano, que ha adivinado a la pobre madre!, me respondió en árabe.
Y envolviéndose en su haica, desapareció con su marido. En vano busqué su huella durante algunos meses. Al fin un día en los alrededores de Maskara, descubrí una mujer cubierta con un velo llevando de la mano un niño tan gracioso, que permanecí extasiado delante de la una y del otro.
-¡Ya no soy almea!, me dijo la mujer lanzándome por entre su hayk una radiante mirada. He reconquistado el derecho de ocultar mi rostro como todas las mujeres, pero se lo dejaré ver al roumi (cristiano), que ha dado esta sortija a Selido.
Y reconocí mi sortija en el dedo del niño; y separando la madre su velo, me enseñó su rostro más admirable que nunca, porque la felicidad resplandecía al mismo tiempo en él, a la par que la belleza.
Enconces me contó que se había hecho almea dos años para levantar su aduar arruinado, volver a adquirir el rebaño que le habían robado, y cuidar su hijo enfermo.
La almea y su familia - Museo de las familias (Madrid). 1862, página 237. |
Mi regalo había sido como la señal de su fortuna, y de tal modo y con tal abundancia habían llovido los duros en su gorra, que al cabo de dos meses ella y su marido ocupaban un nuevo aduar con su hijo reanimado por las brisas de la montaña.
Hecho prisionero por los kabilas, algún tiempo después, conseguí mi libertad por la intervención de un desconocido, y supe que mi salvador era el marido de la antigua almea.
Después lo he vuelto a ver con frecuencia en su mansión agrandada y próspera, con su familia aumentada con una hermanita y un segundo hijo digno del primero.
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*El término fantasía, también conocido como "juego de polvo" o "juegos de caballos", se conoce a partir del año 1832, gracias a los testimonios de viajeros en el Magreb y al pintor francés Eugène Delacroix, que representó el espectáculo tradicional árabe ecuestre en sus pinturas, convirtiéndose en tema favorito de los pintores orientalistas. Éste juego o espectáculo tradicional, dependiendo de la región, se realiza también en camello o a pie.
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Acuarela del pintor francés Eugéne Delacroix (1798-1863). Fantasía o Juego de Polvo frente a la entrada de la ciudad de Mequinez. 1832. (Museo del Louvre) |
Curiosamente "el baile del pañuelo y el yatagan" que hace mención el relato publicado en 1862, aparece representada en la siguiente ilustración de 1889, año de la exposición universal de París. El escritor francés Catulle Mendès con la colaboración de Rodolphe Darzens, escriben "Les Belles du Monde. Gitanas, Sénégalaises, Javanaises, Egyptiennes", donde intentaron capturar toda la emoción de aquellas mujeres que representaban sus danzas en las exhibiciones humanas más "exóticas" en la Exposición.