A finales de 1842 el poeta francés, Gérard de Nerval viajó a oriente pasando por Alejandría, El Cairo, Beirut, Constantinopla, Malta y Nápoles. Los reportajes que hizo los publicó en 1844, y los reunió en el libro de viajes "Voyage en Orient" en 1851.
En uno de los pasajes de éste libro, Nerval narra la experiencia vivida en unos de los cafés del Cairo con los "Jowals" (visto también escrito en otros textos como; "Haywal" o "Khawals"); éstos eran bailarines masculinos, que vestidos de mujer amenizaban con sus bailes los cafés para deleitar a los viajeros europeos. Ellos reemplazaron a las Ghawazee o Almehs (bailarinas del Cairo), cuando Mehmet Ali Pacha las desterró al alto egipto (Esneh, Luxor, Asiut, Fashut).
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Carta postal. Egipto - Haywal. (Excéntrico bailarín vestido como una bailarina) |
Transcribo parte del texto del libro de Gérard de Nerval, donde hacer referencia a estos bailarines. Es un relato ameno y divertido. Las fotografías son realizadas por fotógrafos a finales del siglo XIX y principios del XX, que estuvieron activos en Egipto.
"... Tras haber desayunado en el hotel, fui a sentarme al café más bonito de El Musky (barrio del Cairo). Allí vi bailar por primera vez a las almées en público. Me gustaría situar un poco la escena ….
En lugar de ese panorama, es una miserable estancia cuadrangular, blanqueada con cal, y en la que por todo arabesco hay repetida hasta la saciedad la imagen pintada de un reloj de péndulo colocado en medio de una pradera entre dos cipreses. El resto de la decoración se compone de espejos igualmente pintados, cuya utilidad consiste en reflejar los destellos de unos ramos de palmera cargados de recipientes de vidrio en donde nadan unas lamparillas que, por la noche proporcionan un efecto agradable.
Divanes de una madera bastante
resistente, están dispuestos en torno al salón y rodeados por una especie de
jaulas de palma trenzada, que sirven de taburetes y reposapiés de los
fumadores, entre los que, de vez en cuando, se distribuyen las pequeñas y
elegantes tazas que ya he mencionado con anterioridad. Aquí es donde el fellah
de blusa azulada, el turbante negro del copto o el beduino de albornoz
rayado, toman asiento a lo largo del muro, y ven sin sorprenderse ni
desconfiar, cómo el franco se sienta a su lado. Para este último, el qahwédyi
sabe bien que hay que azucarar la taza, y el paisanaje sonríe ante esta
extraña preparación.
El horno ocupa uno de los
rincones del cafetín y en general, es el adorno más preciado. La rinconera que
lo remata, taraceada de loza esmaltada, se recorta en festones y rocallas, y
tiene cierto aire de fogón alemán. El hogar está siempre repleto de una
multitud de pequeñas cafeteras de cobre rojizo, pues para cada una de estas
tazas, grandes como hueveras, hay que hacer hervir una cafetera.
Y entre una nube de polvo y el
humo del tabaco aparecieron las almés. Al principio me impresionaron por
el destello de los casquetes de oro que adornaban sus cabellos trenzados. Los
tacones golpeando el suelo, a la par que los brazos en alto, seguían el ritmo
del taconeo, haciendo resonar ajorcas y campanillas (crótalos). Las caderas se movían en
un voluptuoso vaivén; el talle aparecía desnudo o cubierto por una muselina
transparente, entre la chaquetilla y el rico cinturón suelto y muy bajo, como el
cestos de Venus. Apenas, en medio de los veloces giros, podían
distinguirse los rasgos de estos personajes seductores, cuyos dedos agitaban
pequeños címbalos, del tamaño de las castañuelas, y que se empleaban a fondo
con los primitivos sones de la flauta y el tamboril.
Había dos especialmente
hermosas, de rostro orgulloso, ojos árabes realzados por el kohle, de
mejillas plenas y delicadas, ligeramente regordetas; pero la tercera, todo hay
que decirlo, traicionaba un sexo menos tierno, con una barba de ocho días; de
suerte que un examen más profundo de la situación al terminar la danza, hizo
posible que distinguiera mejor los rasgos de las otras dos, y que no tardara en
darme cuenta de que nos las teníamos que ver con ALMÉES... varones.
¡Ay, vida oriental! ¡cuántas
sorpresas! Y yo, que iba ya a enardecerme imprudentemente con esos seres
dudosos; que me disponía a colocarles en la frente algunas piezas de oro, conforme
a las más puras tradiciones de Levante... No se me crea pródigo por esto; me
apresuro a aclarar que hay piezas de oro llamadas gazis, que van de los 50
céntimos a los 5 francos. Naturalmente es con las más pequeñas con las que se
fabrican máscaras de oro a las bailarinas que, tras un gracioso paso, vienen a
inclinar su frente húmeda ante cada uno de los espectadores. Mas, para simples
bailarines vestidos de mujer, uno puede muy bien privarse de esta ceremonia
arrojándoles algunos paras.
Francamente, la moral egipcia
es algo muy peculiar. Hasta hace pocos años, las bailarinas recorrían
libremente la ciudad, animaban las fiestas públicas y hacían las delicias de
los casinos y de los cafés. Hoy en día sólo se pueden mostrar en las casas y en las fiestas particulares, y las gentes escrupulosas encuentran mucho más convenientes estas danzas de hombres de rasgos afeminados, largo cabello, cuyos brazos, talle y desnudo cuello parodian tan deplorablemente los atractivos semivelados de las bailarinas.
Ya
he hablado de éstas, bajo el nombre de almés cediendo, para ser más
claro, al prejuicio europeo. Las bailarinas se llaman gawasíes; las almés
son las cantantes; el plural de esta palabra se pronuncia ualéms. Y
en cuanto a los bailarines, autorizados por la moral musulmana, estos se llaman
jowals."
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Retrato de Wilhelm Hammerschmidt, Fotógrafo alemán activo en el Cairo entre 1860 y 1869 |
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Portrait of male (?) dancer in female costume], [187-]FOTO de Hippolyte Délié & Emile Béchard |
Existe la hipótesis de que éstos bailarines fueran descendientes de Köçek (palabra persa que deriva de la turca Kuchak que significa "pequeño" o "joven". La cultura del Koçek floreció desde el siglo 17 al 19. Se originó en los palacios otomanos, en particular en los harenes. Sus géneros enriquecen tanto la música como la danza.
El apoyo de los sultanes fue un factor clave en su desarrollo, ya que las primeras etapas de la forma de arte se limitó a círculos de palacio. A partir de ahí la práctica dispersa por todo el imperio a través de compañías independientes.
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