jueves, 21 de noviembre de 2013

LA BAILARINA DE DAFNE por ALICE POULLEAU (1933)


Fuente: Caras y Caretas (Buenos Aires) – 29-4-1933

 Nadie sabía de dónde había venido aquella angelical criatura, de ojos soñadores y cabellos de oro, largos y sedosos, que Youssef, el marinero, encontró una noche frente a la puerta.

Con un manojo de flores en sus manos y como perdida en un ensueño, sentada sobre los troncos de álamos blancos tendidos a manera de rústico puente sobre el agua, parecía esperar a alguien que nunca llegó.

¿Habría venido a Antioquía por el camino que cruza del valle del Orontes, fresco y sinuoso, a lo largo del cual los fantasmas del pasado se levantan de los sarcófagos medio desenterrados; de las columnas derruídas y de los muros antígüos desmoronados? ¿Vendría en compañía de algún grupo de “fellahs” (campesinos) de gentil apariencia, vistiendo chalecos con ricos bordados, semejantes a los de sus tapices, y amplios pantalones macedonios? ¿Sería una de esas niñas que, acurrucadas como un pajarillo, llevan los campesinos entre sus brazos, montados en la grupa de su asno cargado de canastos? ¿O habría descendido de una aldea alejada de la planicie, de donde venían las surgentes aguas que se precipitaban formando las casacadas del Belt-el-Ma, y como el Mitla del cuento ruso se había perdido entre los trigales más altos que ella?

Nunca se supo, pues ningún extraño lo dijo, y ella era demasiado pequeña para decirlo.

Loubna, la molinera, sensible y piadosa, la recogió como a una oveja extraviada, y la durmió en una camita de hojas de sorgo, al murmullo del agua y al arrullo de las palomas, que, solas entonces, evocaban los ecos del valle encantado, donde antaño suspiraban y gemían las flautas.

La pequeña permaneció varios días huraña y silenciosa, como gacela atrapada por cazadores. Se tornó después tierna y dulce, tanto, que le dieron el nombre de Wadía (la dulce). Fue creciendo sin molestias para la molinera, como fueron creciendo la cabrita negra y el corderito Fanous, que todas la noches dormían sobre los blancos piececitos de la niña, en la choza de arcilla, bajo los plátanos de hojas separadas como los cinco dedos de una mano de Fatma (Fátima).

Por la mañana, alegres gritos la despertaban, y aparecía Aid, el pequeño “fellah”, de camisa azul, tez de barro cocido y  puño rudo, que peleaba con la cabrita y trepaba en los esbeltos álamos para buscar allí los nidos.

Tras de las ágiles cabras y de las ovejas de cola gruesa, que trotaban con presuntuosos movimientos de cadera, iban los dos, con una rama en la mano, por los senderos cubiertos de los guijarros puntiagudos arrastrados por las lluvias primaverales.

En la primavera hacían ramos de flores de olor a miel, aspiraban su grato aroma y las arrojaban después en las hirvientes cascadas para tener el placer de verlas girar en el agua azulina, en la que semejaban delicados arcoíris.

En verano se deslizaban en la huerta, donde se hinchaban los granos de las granadas y las moreras se cubrían de dedalitos de colores blanco y rosa, formando estrellitas, alrededor de las cuales zumbaban las abejas, grandes como las de los jeroglíficos de Karnak. Después, teñidos de rojo sus labios y mejillas con el jugo de esas sabrosas frutas, corrían hacia el fondo del valle, hasta el bosquecillo de laureles entremezclados con mirtos en flor, y en ese ambiente embalsamado jugaban con una tortuguita, o dormían como las divinidades agrestes que en otro tiempo poblaron el sagrado bosque de Poïbos.

En el tiempo de lluvias, cuando el viento de otoño amarillea las hojas antes de arrebatarlas, se entretenían, a ratos, en hacer canastos y discos multicolores, parecidos a los escudos espartanos que servían para conservar el pan y el arroz que hacían también curiosos exvotos que se colgaban en las paredes de las iglesias y de las mezquitas para dar gracias por la buena cosecha y para pedir otra mejor.

Otras veces se apartaban con las cabras a las orillas del Silpius para buscar tesoros: trozos de mosaico o de mármol esculpido; pedazos de ánforas; medallas o menedas curiosas, en las que, frente con frente, se esforzaban los dos para distinguir el perfil de un “melek” (rey) desconocido o algún signo cabalístico, que Abouna Boulos, el padre capuchino de Antakieh, sería el único que sabría descifrar.

Una vez, durante un aguacero, se refugiaron en una antigua tumba cristiana, donde Wadia Encontró una de esas lamparitas de barro que tanto impresionan por su antigüedad. Otra vez, se internaron con el ganado por el sendero estrecho y escarpado de Bab-el Haid, que sigue un canal antiguo, y Aïd explicó a Wadia que esos enormes muros fueron hechos por los “dijinns”, y le indicó que no era prudente pasar allí la noche.

Entonces descendieron a la barraca profunda del Onopniktés, y subiendo por la pendiente opuesta, se dirigieron, entre los trigales, hacia la modesta “kenissé” (iglesia) de Boutros, el apóstol. Penetraron en el recinto saltando por encima del muro de musgosos y mal unidos sillares, pues la puerta enmohecida, perforada por las balas turcas, estaba cerrada como la de un cementerio abandonado. Entre grandes malvaviscos y cardos, que surgen de la tierra como lanzas cubiertas de flores, un buitre de cuello blanco y alas negras, posado sobre una piedra, desplumaba a una alondra cuyos hermanitos revoloteaban atemorizados en la gruta húmeda en que se efectuó la primera asamblea de los cristianos. Aïd tomó una piedra, y el buitre rapaz huyó dejando en las manos de Wadia un cuerpecito inerte y ensangrentado a cuya vista se traspasó de dolor el corazón infantil exquisitamente sensible de aquella joven de origen desconocido.

Los suspiros de las hojas, los gemidos del viento, los lamentos de las cascadas y los trinos de las aves, todo, reunido, era para ella un concierto misterioso que la embelesaba, y cuando la cabrita Aziza, de hocico chato, saltaba con sus cuatro finas patitas en el sendero pedregoso, Wadia saltaba también, y con su velo blanco ceñido a su cuerpo o sosteniéndolo con sus manos extendidas, bailaba al son de la flauta de caña de su amigo el pastorcito; pero no sabía que sus movimientos rememoraban los de sus antepasados, cuyas cenizas estaban mezcladas con la tierra que pisaba con sus desnudos pies.

Un día de verano, Wadia descendía sola por el sendero del valle que sigue la corriente de las grandes cascadas, y buscando hierbas frescas de tallo duro y raíz jugosa, llegó al bosque de laureles, en donde, en tiempos pretéritos, un dios persiguó a Daíne, la timida virgen, a quien se cree encontrar en cada tronco.

Wadia no conocía esa historia. En cuclillas, cerca de unos mirtos, cavada la tierra, con mano impaciente, sirviéndose de un mal cuchillo, cuando de pronto se rompió éste, y en lugar de la raíz amarilla que ella pensaba encontrar, vió algo como una teja delgada, redonda y modelada que le pareció muy extraña. Agrandó la cavidad con el pedazo de cuchillo que le quedaba, y después de cavar hasta lastimarse los dedos, sacó de la tierra una cosa tan admirable y bella a su parecer, que inmediatamente se la llevó, para que la examinara, a un viejo musulmán, único ser humano que moraba en ese misterioso bosque sagrado, frecuentado por los fantasmas. Era la parte esférica de un vaso, tal como los que duermen olvidados en las vitrinas del poco visitado museo de Siracusa. Su superficie parecía brillante y lisa a primera vista; pero a medida que la niña la frotaba con su velo, algo maravilloso iba poniéndose de manifiesto: sobre un fondo rojo claro, en siluetas negras, bellas figuras de bailarinas de esculturales formas, que parecían que tenían vida.

Wadia, asombrada de lo que sus ojos veían, retenía la respiración. ¿Dónde había visto esos seres, tan diferentes de los que estaba acostumbrada a ver? ¿Sería en las nubes del cielo al desenvolverse a impulso de los vientos? ¿O acaso en los juegos de agua al caer en hijos que se retuercen como los de una cabellera? ¿No sería en un mundo lejano cuyas reminiscencias pasaban confusas por su mente, como una luz que se enciende y se apaga, llenando con sus imágenes su alma de niña inconscientemente modelada por el lugar, los paisajes pintorescos y quizá por los espíritus errantes que aun frecuentaban los sitios donde pasaron su vida humana?

Wadia no podía comprender que un dios acababa de apoderarse de ella. Inconsciente, no huyó, como Dafne, del abrazo divino, sino que se abandonó a él, transportada, cautivada por la revelación de la armonía perfecta, de la euritmia sagrada, explicada por la danza alada de las ninfas del ánfora antigua.

Su primer movimiento fue el del avaro. Ni siquiera pasó por su mente la idea de mostrar su hallazgo a su amigo Aïd, ni a Youssef, ni aun a Loubna. Esto le habría parecido un sacrilegio. Vio un viejo tronco cubierto por un enjambre de abejas, y en na cavidad profunda, entre las raíces, depositó su tesoro, como un secreto de amor, del que gozaba ella sola, ignorándolo los demás.

Desde entonces, ensayaba furtivamente pasos ligeros; exquisitos y expresivos movimientos de su flexible cuerpo, de sus delgados brazos, y con guirnaldas de flores en sus delicadas manos y coronada de violetas la hermosa cabeza, se miraba en las tranquilas aguas de Dafne, a fin de ver si se parecía a las figuras de sus sueños. Así se desarrolló y llegó a ser una joven seria y alegre a la vez, con esa gracia que se ignora.

Después Loubna murío, y Youssef encargó a la niña del cuidado de la casa y de llevar los días de mercado a Antioquía las cestas de tomates, calabacitas y berenjenas, sentada sobre una pollina seguida de su burrito, de piel de terciopelo y temblorosas patitas. Wadia fue bien pronto conocida de los dueños de las pequeñas fondas de las riberas del Orontes, que le compraban las legumbres tiernas para sus “mezzés”, (colación) y cuando les faltaban esos menesteres, se los pedía, y entonces ella, acompañada de Aïd, volvía por la tarde con una nueva carga, y regresaban juntos a su casa, al obscurecer.

Una noche que se detuvieron más que de costumbre en la casa de Antoun Tawilé, el “kaouadji” (cafetero), oyeron algunos acordes de mandolina y cítara y golpes sordos de tambor. Wadia vio por una ventana la terraza muy iluminada, con varias mesas a la orilla del agua, todas ocupadas, y mucha gente que parecía esperar. Las notas aisladas de los instrumentos se armonizaron de repente en una melodía lánguida, con reacciones apasionadas, y sobre una plataforma apareció un ser fantástico que hizo estremecer a Wadia. Era una joven con líneas de estatua; ondulados y sujetos con cintas de oro tenía sus rubios cabellos, y en las manos una rama flexible de rosa trepadora adornada con sus propias flores; sus blancos brazos salían de una túnica de seda vaporosa que se detenía en las rodillas y velaba apenas un cuerpo de diosa, un cuerpo de Artemisa cazadora, de reducido busto y finas piernas.

Sonrío con gracia y comenzó a bailar; ya con un movimiento rápido simulaba que huía; ya, como una amazona intrépida, parecía blandir la lanza y aprestarse para una lucha sin piedad, o bien se detenía tímida y en actitud de orar y extendía los brazos para ofrecer la florida rama a alguna deidad invisible; luego era una carrera alada en la que sus pies apenas tocaban el suelo; tan pronto era una bacante extasiada en delirio profético, como una ninfa de los bosques expresando candorosamente la alegría de vivir y de ver la luz.

Todas las figuritas del ánfora de Dafne parecían revivir en ella sucesivamente, y Wadia, mirando extasiada que su sueño iba tomando cuerpo, no escuchaba las llamadas de Aïd, que en la calle, cerca de la puerta, sujeta con dificultad a la burrita impaciente por entrar.

Largo tiempo vivió la niña de este recuerdo durante los fastidiosos trabajos domésticos, de los que huían sus pensamientos y su alma.

Después, el viejo Youssef, arrugado como una pasa, fue también a dormir bajo la rústica lápida del cementerio sin muros, en donde descansaba su compañera.

Y Wadia se encontró sola como en los primeros días de su infancia, cuando, sentada sobre el puente del molino, escuchaba el ruido arrullador del agua que corría. Sin embargo, no sentía soledad, tanto las cosas de allí hablaban a su corazón. Con frecuencia subía a la cumbre escarpada de las colinas que forman el círculo de Beit-el-Ma y desde allí veía los manantiales de los que surgía un caudal de agua que se extendía, dividido en fajas de nívea blancura; se deslizaba después entre la vegetación; desaparecía, con mugidos como los de una manada de caballos salvajes, de blancas crines, en una cavidad del valle, para reaparecer más lejos, de trecho en trecho, y formar los torrentes de Dafne, que, precipitándose en las caídas y reuniéndose en una polvareda de agua luminosa, rodaban en torbellino hasta el Orontes, de glaucas aguas, que en Seleucia de Pieri muere en una playa desierta, de arena negra, al pie del monte Cassius.

Toda la vida de Wadia se encerraba en ese bello oasis, al que estaba tan apegada como un injerto de verdura y de aguas vivas entre las montañas pedregosas. Y el poder que la había llevado allí para educar su alma con el contacto de la naturaleza, parecía querer hacerla salir de allí mismo, guiándola por otros caminos. ¿Podría ella conformarse con serla esposa de un rústico campesino como Aïd y apagar para siempre, entre las pareces de una choza, la llama que ardía dentro de su pecho? Todo su ser protestaba, y bien pronto resplandeció en su espíritu ansioso la imagen de la bailarina de las rosas de Antakiew.

Esta visión arraigó con tanta fuerza en su ser, que un día hizo un paquete con toda su ropa, partió para Antioquía, se dirigió a la casa de Antoun Tawilé y se colocó allí como criada de servir, con la condición de que todas las noches le permitieran ver a Djamilé, la bailarina, hablarle, servirla y… también imitarla.

En poco tiempo Wadia aprendió los pasos más difíciles, que ejecutaba con arte exquisito y gracia natural: no había duda, estaba ella hecha para bailar, como los pájaros para volar, como la nube para flotar, como el agua para correr. Bailaba para ella misma, sin coquetería, sin timidez, para satisfacer una necesidad profunda e ineludible, de su naturaleza, y quizá por atavismo.

Y fue así como bailó en Antioquía, con túnica blanca, como una de las Piérides, compañeras de Phoïbos. Después en Alep, como bailarina egipcia, vestida con vaporosas muselinas, aprisionado el pecho con una malla de brillante plata y sobre la airosa cabeza un gracioso tocado del que caían cordones de perlas que realzaban la peregrina belleza de su rostro. Más tarde bailó en Damasco, vestida de persa, elegantey voluptuosa, ataviada con joyas de las “Mil y una noches”.

Muy pronto su fama se extendió por todas partes: Beyrut, Bagdad, Egipto, la llamaron, la aclamaron y ciñeron su hermosa frente con coronas de oro y de laurel.

Habitó palacios; poseyó famosas joyas, maravillosas obras de arte; pero el tesoro más precioso, el que ella guardó siempre como una reliquia, fue un fragmento de ánfora antigua, en el que, sobre un fondo rojo, se destacaba, en negras siluetas, un grupo de graciosas bailarinas, fragmento que una niña de alma candorosa, con ojos asombrados, encontró un día al pie de uno de los laureles de Dafne.

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