Fuente: Caras y Caretas
(Buenos Aires) – 29-4-1933
Nadie sabía de dónde
había venido aquella angelical criatura, de ojos soñadores y cabellos de oro,
largos y sedosos, que Youssef, el marinero, encontró una noche frente a la
puerta.
Con un manojo de flores en sus manos y como perdida en un ensueño, sentada sobre los troncos de álamos blancos tendidos a manera de rústico puente sobre el agua, parecía esperar a alguien que nunca llegó.
Con un manojo de flores en sus manos y como perdida en un ensueño, sentada sobre los troncos de álamos blancos tendidos a manera de rústico puente sobre el agua, parecía esperar a alguien que nunca llegó.
¿Habría venido a Antioquía por el camino que cruza del valle del Orontes, fresco y sinuoso, a lo largo del cual los fantasmas del pasado se levantan de los sarcófagos medio desenterrados; de las columnas derruídas y de los muros antígüos desmoronados? ¿Vendría en compañía de algún grupo de “fellahs” (campesinos) de gentil apariencia, vistiendo chalecos con ricos bordados, semejantes a los de sus tapices, y amplios pantalones macedonios? ¿Sería una de esas niñas que, acurrucadas como un pajarillo, llevan los campesinos entre sus brazos, montados en la grupa de su asno cargado de canastos? ¿O habría descendido de una aldea alejada de la planicie, de donde venían las surgentes aguas que se precipitaban formando las casacadas del Belt-el-Ma, y como el Mitla del cuento ruso se había perdido entre los trigales más altos que ella?
Nunca se supo, pues
ningún extraño lo dijo, y ella era demasiado pequeña para decirlo.
Loubna, la molinera,
sensible y piadosa, la recogió como a una oveja extraviada, y la durmió en una
camita de hojas de sorgo, al murmullo del agua y al arrullo de las palomas,
que, solas entonces, evocaban los ecos del valle encantado, donde antaño
suspiraban y gemían las flautas.
La pequeña permaneció
varios días huraña y silenciosa, como gacela atrapada por cazadores. Se tornó
después tierna y dulce, tanto, que le dieron el nombre de Wadía (la dulce). Fue
creciendo sin molestias para la molinera, como fueron creciendo la cabrita
negra y el corderito Fanous, que todas la noches dormían sobre los blancos
piececitos de la niña, en la choza de arcilla, bajo los plátanos de hojas
separadas como los cinco dedos de una mano de Fatma (Fátima).
Por la mañana, alegres
gritos la despertaban, y aparecía Aid, el pequeño “fellah”, de camisa azul, tez
de barro cocido y puño rudo, que peleaba
con la cabrita y trepaba en los esbeltos álamos para buscar allí los nidos.
Tras de las ágiles cabras
y de las ovejas de cola gruesa, que trotaban con presuntuosos movimientos de
cadera, iban los dos, con una rama en la mano, por los senderos cubiertos de
los guijarros puntiagudos arrastrados por las lluvias primaverales.
En la primavera hacían
ramos de flores de olor a miel, aspiraban su grato aroma y las arrojaban
después en las hirvientes cascadas para tener el placer de verlas girar en el
agua azulina, en la que semejaban delicados arcoíris.
En verano se deslizaban
en la huerta, donde se hinchaban los granos de las granadas y las moreras se
cubrían de dedalitos de colores blanco y rosa, formando estrellitas, alrededor
de las cuales zumbaban las abejas, grandes como las de los jeroglíficos de
Karnak. Después, teñidos de rojo sus labios y mejillas con el jugo de esas
sabrosas frutas, corrían hacia el fondo del valle, hasta el bosquecillo de
laureles entremezclados con mirtos en flor, y en ese ambiente embalsamado
jugaban con una tortuguita, o dormían como las divinidades agrestes que en otro
tiempo poblaron el sagrado bosque de Poïbos.
En el tiempo de lluvias,
cuando el viento de otoño amarillea las hojas antes de arrebatarlas, se
entretenían, a ratos, en hacer canastos y discos multicolores, parecidos a los
escudos espartanos que servían para conservar el pan y el arroz que hacían
también curiosos exvotos que se colgaban en las paredes de las iglesias y de
las mezquitas para dar gracias por la buena cosecha y para pedir otra mejor.
Otras veces se apartaban
con las cabras a las orillas del Silpius para buscar tesoros: trozos de mosaico
o de mármol esculpido; pedazos de ánforas; medallas o menedas curiosas, en las
que, frente con frente, se esforzaban los dos para distinguir el perfil de un “melek”
(rey) desconocido o algún signo cabalístico, que Abouna Boulos, el padre
capuchino de Antakieh, sería el único que sabría descifrar.
Una vez, durante un
aguacero, se refugiaron en una antigua tumba cristiana, donde Wadia Encontró
una de esas lamparitas de barro que tanto impresionan por su antigüedad. Otra
vez, se internaron con el ganado por el sendero estrecho y escarpado de Bab-el
Haid, que sigue un canal antiguo, y Aïd explicó a Wadia que esos enormes muros
fueron hechos por los “dijinns”, y le indicó que no era prudente pasar allí la
noche.
Entonces descendieron a
la barraca profunda del Onopniktés, y subiendo por la pendiente opuesta, se
dirigieron, entre los trigales, hacia la modesta “kenissé” (iglesia) de
Boutros, el apóstol. Penetraron en el recinto saltando por encima del muro de
musgosos y mal unidos sillares, pues la puerta enmohecida, perforada por las
balas turcas, estaba cerrada como la de un cementerio abandonado. Entre grandes
malvaviscos y cardos, que surgen de la tierra como lanzas cubiertas de flores,
un buitre de cuello blanco y alas negras, posado sobre una piedra, desplumaba a
una alondra cuyos hermanitos revoloteaban atemorizados en la gruta húmeda en
que se efectuó la primera asamblea de los cristianos. Aïd tomó una piedra, y el
buitre rapaz huyó dejando en las manos de Wadia un cuerpecito inerte y
ensangrentado a cuya vista se traspasó de dolor el corazón infantil
exquisitamente sensible de aquella joven de origen desconocido.
Los suspiros de las
hojas, los gemidos del viento, los lamentos de las cascadas y los trinos de las
aves, todo, reunido, era para ella un concierto misterioso que la embelesaba, y
cuando la cabrita Aziza, de hocico chato, saltaba con sus cuatro finas patitas
en el sendero pedregoso, Wadia saltaba también, y con su velo blanco ceñido a
su cuerpo o sosteniéndolo con sus manos extendidas, bailaba al son de la flauta
de caña de su amigo el pastorcito; pero no sabía que sus movimientos
rememoraban los de sus antepasados, cuyas cenizas estaban mezcladas con la
tierra que pisaba con sus desnudos pies.
Un día de verano, Wadia
descendía sola por el sendero del valle que sigue la corriente de las grandes
cascadas, y buscando hierbas frescas de tallo duro y raíz jugosa, llegó al
bosque de laureles, en donde, en tiempos pretéritos, un dios persiguó a Daíne,
la timida virgen, a quien se cree encontrar en cada tronco.
Wadia no conocía esa
historia. En cuclillas, cerca de unos mirtos, cavada la tierra, con mano
impaciente, sirviéndose de un mal cuchillo, cuando de pronto se rompió éste, y
en lugar de la raíz amarilla que ella pensaba encontrar, vió algo como una teja
delgada, redonda y modelada que le pareció muy extraña. Agrandó la cavidad con
el pedazo de cuchillo que le quedaba, y después de cavar hasta lastimarse los
dedos, sacó de la tierra una cosa tan admirable y bella a su parecer, que
inmediatamente se la llevó, para que la examinara, a un viejo musulmán, único
ser humano que moraba en ese misterioso bosque sagrado, frecuentado por los
fantasmas. Era la parte esférica de un vaso, tal como los que duermen olvidados
en las vitrinas del poco visitado museo de Siracusa. Su superficie parecía
brillante y lisa a primera vista; pero a medida que la niña la frotaba con su
velo, algo maravilloso iba poniéndose de manifiesto: sobre un fondo rojo claro,
en siluetas negras, bellas figuras de bailarinas de esculturales formas, que
parecían que tenían vida.
Wadia, asombrada de lo
que sus ojos veían, retenía la respiración. ¿Dónde había visto esos seres, tan
diferentes de los que estaba acostumbrada a ver? ¿Sería en las nubes del cielo
al desenvolverse a impulso de los vientos? ¿O acaso en los juegos de agua al
caer en hijos que se retuercen como los de una cabellera? ¿No sería en un mundo
lejano cuyas reminiscencias pasaban confusas por su mente, como una luz que se
enciende y se apaga, llenando con sus imágenes su alma de niña
inconscientemente modelada por el lugar, los paisajes pintorescos y quizá por
los espíritus errantes que aun frecuentaban los sitios donde pasaron su vida
humana?
Wadia no podía comprender
que un dios acababa de apoderarse de ella. Inconsciente, no huyó, como Dafne,
del abrazo divino, sino que se abandonó a él, transportada, cautivada por la
revelación de la armonía perfecta, de la euritmia sagrada, explicada por la
danza alada de las ninfas del ánfora antigua.
Su primer movimiento fue el
del avaro. Ni siquiera pasó por su mente la idea de mostrar su hallazgo a su
amigo Aïd, ni a Youssef, ni aun a Loubna. Esto le habría parecido un
sacrilegio. Vio un viejo tronco cubierto por un enjambre de abejas, y en na
cavidad profunda, entre las raíces, depositó su tesoro, como un secreto de
amor, del que gozaba ella sola, ignorándolo los demás.
Desde entonces, ensayaba
furtivamente pasos ligeros; exquisitos y expresivos movimientos de su flexible
cuerpo, de sus delgados brazos, y con guirnaldas de flores en sus delicadas
manos y coronada de violetas la hermosa cabeza, se miraba en las tranquilas
aguas de Dafne, a fin de ver si se parecía a las figuras de sus sueños. Así se
desarrolló y llegó a ser una joven seria y alegre a la vez, con esa gracia que
se ignora.
Después Loubna murío, y Youssef
encargó a la niña del cuidado de la casa y de llevar los días de mercado a
Antioquía las cestas de tomates, calabacitas y berenjenas, sentada sobre una
pollina seguida de su burrito, de piel de terciopelo y temblorosas patitas.
Wadia fue bien pronto conocida de los dueños de las pequeñas fondas de las
riberas del Orontes, que le compraban las legumbres tiernas para sus “mezzés”,
(colación) y cuando les faltaban esos menesteres, se los pedía, y entonces
ella, acompañada de Aïd, volvía por la tarde con una nueva carga, y regresaban
juntos a su casa, al obscurecer.
Una noche que se
detuvieron más que de costumbre en la casa de Antoun Tawilé, el “kaouadji”
(cafetero), oyeron algunos acordes de mandolina y cítara y golpes sordos de
tambor. Wadia vio por una ventana la terraza muy iluminada, con varias mesas a
la orilla del agua, todas ocupadas, y mucha gente que parecía esperar. Las
notas aisladas de los instrumentos se armonizaron de repente en una melodía
lánguida, con reacciones apasionadas, y sobre una plataforma apareció un ser
fantástico que hizo estremecer a Wadia. Era una joven con líneas de estatua;
ondulados y sujetos con cintas de oro tenía sus rubios cabellos, y en las manos
una rama flexible de rosa trepadora adornada con sus propias flores; sus
blancos brazos salían de una túnica de seda vaporosa que se detenía en las rodillas
y velaba apenas un cuerpo de diosa, un cuerpo de Artemisa cazadora, de reducido
busto y finas piernas.
Sonrío con gracia y
comenzó a bailar; ya con un movimiento rápido simulaba que huía; ya, como una
amazona intrépida, parecía blandir la lanza y aprestarse para una lucha sin
piedad, o bien se detenía tímida y en actitud de orar y extendía los brazos
para ofrecer la florida rama a alguna deidad invisible; luego era una carrera
alada en la que sus pies apenas tocaban el suelo; tan pronto era una bacante
extasiada en delirio profético, como una ninfa de los bosques expresando candorosamente
la alegría de vivir y de ver la luz.
Todas las figuritas del
ánfora de Dafne parecían revivir en ella sucesivamente, y Wadia, mirando
extasiada que su sueño iba tomando cuerpo, no escuchaba las llamadas de Aïd,
que en la calle, cerca de la puerta, sujeta con dificultad a la burrita
impaciente por entrar.
Largo tiempo vivió la
niña de este recuerdo durante los fastidiosos trabajos domésticos, de los que
huían sus pensamientos y su alma.
Después, el viejo
Youssef, arrugado como una pasa, fue también a dormir bajo la rústica lápida
del cementerio sin muros, en donde descansaba su compañera.
Y Wadia se encontró sola
como en los primeros días de su infancia, cuando, sentada sobre el puente del
molino, escuchaba el ruido arrullador del agua que corría. Sin embargo, no
sentía soledad, tanto las cosas de allí hablaban a su corazón. Con frecuencia
subía a la cumbre escarpada de las colinas que forman el círculo de Beit-el-Ma
y desde allí veía los manantiales de los que surgía un caudal de agua que se
extendía, dividido en fajas de nívea blancura; se deslizaba después entre la
vegetación; desaparecía, con mugidos como los de una manada de caballos
salvajes, de blancas crines, en una cavidad del valle, para reaparecer más
lejos, de trecho en trecho, y formar los torrentes de Dafne, que,
precipitándose en las caídas y reuniéndose en una polvareda de agua luminosa,
rodaban en torbellino hasta el Orontes, de glaucas aguas, que en Seleucia de
Pieri muere en una playa desierta, de arena negra, al pie del monte Cassius.
Toda la vida de Wadia se
encerraba en ese bello oasis, al que estaba tan apegada como un injerto de
verdura y de aguas vivas entre las montañas pedregosas. Y el poder que la había
llevado allí para educar su alma con el contacto de la naturaleza, parecía
querer hacerla salir de allí mismo, guiándola por otros caminos. ¿Podría ella
conformarse con serla esposa de un rústico campesino como Aïd y apagar para
siempre, entre las pareces de una choza, la llama que ardía dentro de su pecho?
Todo su ser protestaba, y bien pronto resplandeció en su espíritu ansioso la
imagen de la bailarina de las rosas de Antakiew.
Esta visión arraigó con
tanta fuerza en su ser, que un día hizo un paquete con toda su ropa, partió para
Antioquía, se dirigió a la casa de Antoun Tawilé y se colocó allí como criada
de servir, con la condición de que todas las noches le permitieran ver a
Djamilé, la bailarina, hablarle, servirla y… también imitarla.
En poco tiempo Wadia
aprendió los pasos más difíciles, que ejecutaba con arte exquisito y gracia
natural: no había duda, estaba ella hecha para bailar, como los pájaros para
volar, como la nube para flotar, como el agua para correr. Bailaba para ella
misma, sin coquetería, sin timidez, para satisfacer una necesidad profunda e
ineludible, de su naturaleza, y quizá por atavismo.
Y fue así como bailó en
Antioquía, con túnica blanca, como una de las Piérides, compañeras de Phoïbos.
Después en Alep, como bailarina egipcia, vestida con vaporosas muselinas,
aprisionado el pecho con una malla de brillante plata y sobre la airosa cabeza
un gracioso tocado del que caían cordones de perlas que realzaban la peregrina
belleza de su rostro. Más tarde bailó en Damasco, vestida de persa, elegantey
voluptuosa, ataviada con joyas de las “Mil y una noches”.
Muy pronto su fama se
extendió por todas partes: Beyrut, Bagdad, Egipto, la llamaron, la aclamaron y
ciñeron su hermosa frente con coronas de oro y de laurel.
Habitó palacios; poseyó famosas joyas, maravillosas obras de arte; pero el tesoro más precioso, el que ella guardó siempre como una reliquia, fue un fragmento de ánfora antigua, en el que, sobre un fondo rojo, se destacaba, en negras siluetas, un grupo de graciosas bailarinas, fragmento que una niña de alma candorosa, con ojos asombrados, encontró un día al pie de uno de los laureles de Dafne.
Habitó palacios; poseyó famosas joyas, maravillosas obras de arte; pero el tesoro más precioso, el que ella guardó siempre como una reliquia, fue un fragmento de ánfora antigua, en el que, sobre un fondo rojo, se destacaba, en negras siluetas, un grupo de graciosas bailarinas, fragmento que una niña de alma candorosa, con ojos asombrados, encontró un día al pie de uno de los laureles de Dafne.